Citas de Solitario de amor, de Cristina Peri Rossi
(8)
No creo que exista algo tan pecaminoso como para no poder ser dicho -declaro. (Sin embargo, Aída, algunas de mis fantasías son inconfesables. Tendría vergüenza, no de haberlas concebido, sino de habértelas confesado.)
(9)
Sale del amor con un extraordinario rigor para las cosas cotidianas. Como si el amor hubiera sido sólo una pausa en los quehaceres, una isla fugitiva en el mar espeso de la rutina. Una isla en la que apenas hemos reposado, viajeros intermitentes. Yo, en cambio, naufrago en nebulosas olas lejanas: el amor me traslada, me transporta, me separa de las cosas. Vago, viajero perdido, en vagas holandas, en dinamarcas brumosas. No podría decir cuándo ha comenzado el placer ni cuándo ha terminado. Podría no haber empezado en la piel ni haber terminado en un clítoris encajado a la boca como una llave en la perfecta cerradura. Y nada habría cambiado.
(17)
Hablar en lenguas. La expresión, que descubro al azar, conversando con otra mujer, me remite, otra vez, a Aída. Nos amamos en lenguas, pienso, como dos extranjeros que sólo conocen, del otro, unas pocas frases, ciertos signos, algunos símbolos.
(21)
No me amas a mí, amas tu mirada - dice Aída, inseducible. Pero mi mirada se alimenta de tus fobias y de tus temores, de tus duelos y de tus deseos, de tus vidas anteriores, de los nombres que tuviste en otras épocas, de las niñas que fuiste, de tus menstruaciones dolorosas, de los orgasmos arrancados como la concha adherida a la piedra.
¿Hay alguien que haya amado alguna vez otra cosa que no se su mirada?
(43)
He dejado de sentir el paso de las estaciones. Obseso, como un habitante de otro planeta -distante, separado, desafecto-, soy insensible al paso del tiempo, a la sucesión de las estaciones, al cambio del calor al frío. Me he convertido en un ser atérmico: la tibieza o la gelidez no dependen de la posición de la tierra con relación al sol, sino de mi relación con Aída. Ella es la dispensadora del frío o del calor. Del yermo y la aridez de las grandes tundras heladas, del desamparo del desierto, de la frigidez de las cimas nevadas o del calor de la tierra, del ardor de las piedras quemadas. Ajeno a la realidad exterior, ausente de ella, soy un hombre que no vive en ningún hemisferio, en ningún equinoccio; hay noches húmedas de pasión, hay días helados de indiferencia.
(45)
La subjetividad me ha dejado sin espacio, sin tiempo, sin contemporáneos, sin testigos, sin señas de identidad. No puedo compartir mi tiempo, que es el presente eterno de la obsesión; no puedo compartir el espacio, ya que mi espacio es Aída, y todo lo demás ha desaparecido. No tengo nada que sirva a los demás hombres: no puedo ofrecer favores (todos mis favores están dedicados a Aída), ni conversación agradable: sólo pueden hablar del mundo aquellos que no aman. No puedo ofrecer placeres sociales (ya que el amor no es gregario: es para dejar de amar -o para huir del amor- que el hombre se vuelve social), ni alegres frivolidades (el amor es tan grave como la muerte y sólo se parece a la agonía: la misma conciencia, la misma intensidad, el mismo dolor mezclado al placer, la misma vivencia del instante como único, irrepetible, efímero y hondo). Soy un hombre sin posesiones, sin pertenencias, denso, en cambio, de subjetividad y ésta, ocupada completamente por Aída, es incompatible: empieza y acaba en ella.
(...)
En efecto, soy un hombre sin costumbres, sin horarios, sin orden, sin pilares de realidad que le sirvan para apoyarse. No recuerdo qué he hecho ayer, ni sé qué haré luego: extrañado de todos y de todo; los actos, los reflejos, las certidumbres han volado, se han dispersado, han desaparecido hacia un pasado del cual no guardo memoria. No me encuentro en el que fui antes de Aída (si alguna vez existió), y me siento incapaz de concebir una mínima rutina para reconocerme mañana. Soy un tipo sin memoria, un hombre sin raíz, sin hábitos, y lo que es peor: soy un niño sin madre que le enseñe a comer, a vestirse, a hablar, a relacionarse con los demás.
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