Wordtober 2019 - 4. Confianza
Juntas habían
huido de este planeta y habían creado otro en el que sólo existían ellas. Eran terriblemente
felices no necesitando a nadie más, buscando qué piezas del puzle único que
cada una era encajaba con las piezas de la otra. Ocupaban todo su tiempo en
ello: los dedos entrelazados, la mandíbula en el hueco de la clavícula, los
antebrazos bajo el pecho, las rodillas dobladas detrás de otras rodillas encogidas
mientras estaban tumbadas… pasaban horas descubriendo la infinitud y la belleza
de sus cuerpos. Cuerpos que no eran perfectos, que tenían decenas de marcas de
toda una vida: estrías, algún moratón de la torpeza, celulitis, kilos de más, cicatrices
de batallas ganadas. Cuerpos que se habían encontrado a sí mismos gracias a las
caricias de otro cuerpo. Sus pieles rezumaban verdad: habían perdido el miedo a
ser quienes realmente eran.
Cuando dejó de
llover aquella tarde de otoño, ya era de noche y Renée le propuso a Erin pasear
tranquilamente por las calles hasta que cada una tuviera que coger la que le
llevase a su casa. Al principio, los pasos eran todo lo que se oía, porque
ninguna de las dos se atrevía a hablar, pero pronto el frío las invadió y el
silencio se vio sepultado por suspiros de vaho contra las manos. Erin vio a lo
lejos una cafetería: lo más parecido a un oasis en el desierto. Ambas fueron
hacia allí y, junto a un té y un batido de vainilla, hablaron como si se
conocieran de toda la vida.
Acabaron por
conocerse como la palma de su propia mano, y hasta las manos y sus líneas
serían capaces de prometer que habían llegado a conocer. Erin había llegado a
diferenciar tres tonos de marrón diferentes en los ojos de Renée, y Renée había
encontrado constelaciones lunares en el cuerpo de Erin que no existían en la
cúpula celeste. Se habían desnudado el alma y se habían dejado leer y escribir,
redefiniendo así su propia existencia. Erin supo que jamás sería la misma,
porque jamás había sido ella misma y ahora disfrutaba de no tener que fingir
hasta el más mínimo detalle.
Una vida puede
cambiar en segundos. Todos los meses que pasaron descubriéndose la una a la
otra, para ellas fueron eso: segundos. Tan poco tiempo, tan condensado en una
galaxia tan grande; un parpadeo dado muy lentamente por un ojo que mira todo lo
que no se puede ver. Ellas también dejaron de verse, se perdieron en tan
galaxia de sueños y planes, estirando el hilo color confianza que habían tejido
con caricias, amor y cariño. El hilo no se había roto por completo, pero sí se
había enredado y se habían creado tantos nudos alrededor de asteroides y
cometas letales para su nuevo planeta, que jamás fueron capaces de arreglar
todo lo que habían construido.
“Cuida bien de
tus flores”, dijo Renée una vez. Siempre que se acordaba, Erin acariciaba las
orquídeas tatuadas en su antebrazo.
Escribe una novela, por favor. Qué delicadeza!
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