Wordtober 2019 - 3. Otoñal

Acudía el mismo día de cada mes a la misma cafetería porque no había aprendido a olvidar. Algo dentro de ella empezaba a comprender que realmente no quería olvidar nada de lo que había vivido con Renée. No importaba el tiempo que hubiera pasado hasta entonces o el que pasara en un futuro, cada dieciocho dejaba de lado cualquier plan que pudiera tener. Era un día reservado para el corazón, para meter los dedos dentro de él y abrir las heridas. Siempre eran los suyos, mes tras mes, pero guardaba la esperanza de que algún día fueran los de ella: curando en vez de abriendo, recomponiendo en vez de destrozando lo poco que aún quedaba intacto. Se le ocurrían muy pocas zonas donde el amor que sintió no hubiera alcanzado, atravesando todas sus capas como una flecha imparable.

La había conocido una tarde de otoño de esas en las que tanto el cielo como el suelo estaban teñidas de naranja: uno por el sol al caer, otro por las hojas que ya han caído. El viento atrapaba todas las conversaciones de la gente que paseaba por la ciudad, acompañando al crujir de hojas secas que se rompen. Muchas veces recordaría ese sonido, esa ruptura total del cuerpo, fino como el follaje otoñal marchito, aplastado sin piedad. Pero el hermoso naranja no fue eterno y unas nubes cubrieron el cielo: una rápida lluvia se desplegó sin aviso, acelerando los pasos de la gente. Ella también corrió para cubrirse –no había cogido paraguas esa tarde- y lo primero que encontró fue el techo sobresaliente de un portal en el que una chica le hizo un hueco apartándose ligeramente hacia la izquierda.

La chica le ofreció un cigarrillo, pero ella no fumaba. Mostró su agradecimiento igualmente, pero el cansancio acumulado de todo el día hizo que sus piernas flaquearan y acabase sentándose en la acerca, con las rodillas muy cerca del pecho para que no le mojase la lluvia. El humo del tabaco de la chica se esfumaba entre la lluvia y más tarde la colilla se perdió entre un fino hilo de agua. Despacio, se agachó y se sentó con ella en el bordillo, pero sin cuidado de que el agua le mojase las zapatillas.

-   Me llamo Renée.
Por primera vez las dos se miraron de verdad. Ella apreció la piel bronceada y los ojos oscuros de la ya no tan desconocida. Había dicho su nombre con tanta confianza que sintió envidia de no haber dicho nunca el suyo como si realmente lo fuera, siempre lo pronunciaba con miedo o con timidez. Había dicho su nombre y había sido el principio de todas las cosas: hablaron sobre el naranja del cielo antes de la tormenta y sobre el miedo que siente la gente ante cuatro gotas de agua… Erin despegó un poco sus rodillas del pecho, queriendo demostrarle a Renée que ella no sentía ese miedo a dejarse mojar por la lluvia y ambas se rieron.

Tan inocentemente comenzó la historia que Erin era incapaz de olvidar después de tanto tiempo y que esperaba que no hubiera acabado para siempre.

Comentarios