Citas de El año del pensamiento mágico, de Joan Didion


La muerte de nuestros padres, "a pesar de lo preparados que estemos, a pesar de la edad que tengamos, remueve cosas muy profundas, provoca reacciones que nos sorprenden y puede liberar recuerdos y sentimientos que habíamos creído enterrados hace mucho tiempo. En ese periodo indefinido que llamamos duelo, podríamos estar en un submarino silencioso en el fondo del océano, conscientes de las cargas de profundidad, tan pronto cerca como lejos, golpeándonos con recuerdos."
Mi padre había muerto, mi madre había muerto; durante un tiempo tendría que ir con pies de plomo, pero aun así podía levantarme por la mañana y enviar la ropa a la lavandería.
Aun así podía preparar un menú para la comida de Pascua.
Aun así me acordaba de renovar el pasaporte.
El desconsuelo es diferente. El desconsuelo no tiene distancia. El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y borran la cotidianidad de la vida. Virtualmente todos los que han experimentado el desconsuelo mencionan este fenómeno de las "oleadas": sensaciones de angustia somática se sucedían en oleadas que duraban de veinte minutos a una hora, una sensación de opresión en la garganta, asfixia por falta de aliento, necesidad de suspirar y sensación de vacío en el abdomen, falta de fuerza muscular y una intensa angustia descrita como tensión o dolor espiritual.

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Me despierto y siento la siniestra oscuridad, no el día.

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Uno sólo ha aprendido a dominar las palabras
para lo que ya no necesita decir, o para el modo
en que no está dispuesto a decirlo.

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Las personas que acaban de perder a alguien tienen una mirada que quizás sólo reconozcan los que han visto esa mirada en su propio rostro. Yo la he visto en mí y ahora la veo en otros. Es una mirada de extrema vulnerabilidad, desnudez y sinceridad. Es la mirada de quien sale de la consulta del oftalmólogo con las pupilas dilatadas a la radiante luz del día o la de quien suele llevar gafas y de repente le obligan a quitárselas. Las personas que han perdido a alguien parecen desnudas porque ellas mismas se creen invisibles. yo misma me sentí invisible durante un tiempo, incorpórea. Me parecía haber cruzado uno de esos río míticos que separan a los muertos de los vivos y haber entrado donde sólo podían verme aquellos que recientemente habían sido privados de un ser querido. Comprendí por primera vez la poderosa imagen de los ríos, la laguna Estigia, el Leteo, el barquero con su capa y su remo. Comprendí por primera vez el significado de la práctica del suttee. Las viudas no se arrojaban a la pira por el dolor de la pérdida. La pira ardiente era una precisa representación del lugar al que su dolor (no sus familias, ni la comunidad, ni la costumbre, sino su dolor) les había conducido. 

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Hasta entonces sólo había podido experimentar dolor, no duelo. El dolor era pasivo. El dolor ocurría. El duelo, el acto de manejar ese dolor, requería atención. Hasta aquel momento habían existido motivos urgentes para borrar cualquier atención que pudiera haberle prestado, para desterrar el pensamiento, para aportar nueva adrenalina con la que afrontar la crisis diaria.

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¿Fue aquello lo que él experimentó cuando murió? ¿"Un momento de terror al darse cuenta del inevitable desenlace del accidente y un instante después, la eterna oscuridad"?

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Me di cuenta de que, desde la última mañana de 2003, la mañana siguiente a ue él muriera, había intentado que el tiempo retrocediera, rebobinar la película. 
Ahora, ocho meses después, 30 de agosto de 2004, aún seguía haciéndolo.

La diferencia era que a lo largo de aquellos ocho meses, yo había intentado sustituir el rollo de la película. Ahora, sólo trataba de reconstruir la colisión, la caída de la estrella muerta.

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El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él. Anticipados (lo sabemos) que alguien cercano a nosotros puede morir, pero no imaginamos más allá de los días o semanas inmediatamente posteriores a esa muerte imaginada. Incluso interpretamos erróneamente la naturaleza de esos pocos días y semanas. Si la muerte es repentina, es posible que esperemos sentirnos conmocionados, pero no esperamos que la conmoción sea arrasadora, que trastorno a la vez el cuerpo y el espíritu. Es posible que esperemos sentirnos postrados, inconsolables, locos por la pérdida, pero no esperamos estar literalmente locos, personas enteras que creen que su marido está a punto de regresar y necesita sus zapatos. En la versión del dolor que imaginamos, la paura a seguir es la "recuperación". Prevalecerá un cierto movimiento hacia adelante. Los peores días serán los primeros. Imaginamos que el momento más dura de la prueba será el funeral y que tras él se iniciará esa hipotética recuperación. Cuando anticipamos el funeral nos preguntamos si lograremos "superarlo", estar a la altura de las circunstancias, hacer gala de la "entereza" que invariablemente se menciona como respuesta correcta ante la muerte. Anticipamos que necesitaremos fortalecernos para ese momento: ¿seré capaz de recibir a la gente? ¿Seré capaz de dejar el lugar? ¿Seré capaz siquiera de vestirme ese día? No sabemos que ése no será el problema. No podemos saber que el funeral en sí mismo será anodino, una especie de regresión narcótica, arropados por el cariño de los demás y por la gravedad y significado de la ocasión. Ni podemos saber -y ahí reside la diferencia fundamental entre cómo imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor- la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido, la inexorable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a la experiencia del sinsentido.

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Cuando se pasa por un duelo, se piensa mucho en la autocompasión. Nos preocupa, la tememos, eliminamos de nuestro pensamiento cualquier rastro de ella. Nos asusta que nuestras acciones revelen ese estado tan expresivamente descrito como "regodeo". Sabemos la aversión que despierta en ucho de nosotros ese "regodeo". El duelo visible nos recuerda la muerte, algo que se interpreta como anormal, como un fracaso en el manejo de una situación. "Te falta solo una persona, y el mundo entero está vacío. Pero uno ya no tiene derecho a decirlo en voz alta", escribió Philippe Ariès a propósito de esa aversión en Western Attitudes toward Death. Nos repetimos una y otra vez que nuestra pérdida no es nada comparada con la pérdida vivida (o aún peor, no vivida) del que ha muerto; este intento de pensamiento reprobatorio sólo sirve para hundirnos aún más en el pozo de la conmiseración. (¿Por qué no lo vi? ¿POr qué soy tan egoísta?). El propio lenguaje que usamos al autocompadecernos revela el odio profundo que nos inspira; la aucocompasión es sentir lástima de uno mismo, la autocompasión es meterse el dedo en la boca, la autocompasión es llorar por el pobrecito de mí, la autocompasión es el estado en el que caen e incluso se revuelvan los que sienten lástima de sí mismos. La autocompasión resulta el rasgo más común y al mismo tiempo el más denigrado de nuestros defectos de carácter, y de da por sentado su perniciosa capacidad de destrucción.

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No somos animales poetizados.
Somos imperfectos mortales, conscientes de nuestra mortalidad aun cuando tratemos de eludirla, vencidos ante nuestra propia complejidad, tan acorralados que cuando nos dolemos por los que hemos perdido, también nos dolemos, para bien o para mal, por nosotros mismos. Por lo que fuimos. Por lo que ya no somos. Por la nada absoluta que un día seremos.

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En ocasiones, me escucho a mí misma hacer el esfuerzo y fracasar en el intento.

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Hacia las cinco de la tarde del día 24, pensé que no podría aguantar la noche, pero cuando llegó la hora, la noche se aguantó sola. 

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Mientras escribo esto, me doy cuenta de que no quiero terminar este relato. Ni tampoco quería terminar el año.
La locura disminuye, pero la claridad no la sustituye.
Busco objetivos y no encuentro ninguno.
En realidad, no quiero que el año termine porque sé que a medida que pasen los días, cuando enero dé paso a febrero y febrero, al verano, sucederán ciertas cosas. Mi imagen de John en el momento de su muerte se irá haciendo menos inmediata, menos cruda. Será algo que sucedió otro año. Mi percepción del propio John, del John vivo, se hará más lejana, incluso "porrosa", suavizada, transformada en cualquier cosa que sirva mejor a mi vida sin él. En realidad, ya está empezando a suceder. Durante todo el año he ido resiguiendo el calendario del año pasado: ¿qué hacíamos este mismo día el año pasado? ¿Dónde cenamos? ¿Es el día que hace un año volamos a Honolulú después de la boda de Quintana? ¿Es el día que hace un año volvimos de París? ¿Es el día? Hoy, por primera vez, me doy cuenta de que mi recuerdo de este día de hace un año es un recuerdo del que John está ausente. Este día hace un año era 31 de diciembre de 2003. Hace un año, John no vio aquel día. John estaba muerto.
Sé por qué intentamos mantener vivos a los muertos: intentamos mantenerlos vivos para que sigan con nosotros. 
También sé que si hemos de continuar viviendo llega un momento en que debemos abandonar a los muertos, dejarlos marchar, mantenerlos muertos.
Dejarlos que se conviertan en la fotografía sobre la mesa.
Dejarlos que sean un nombre en las cuentas fiduciarias.
Soltarlos en el agua.
El saberlo no me hace más fácil tener que soltarlo en el agua.

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Las guirnaldas se marchitan, las placas tectónicas se deslizan, las corrientes profundas se mueven, las islas desaparecen, las habitaciones se olvidan.

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